domingo, 23 de julio de 2006

La senda

Elegí la senda marchita.
Había escuchado mil historias sobre ese lúgubre camino, que en invierno se llenaba de lodo espeso y del color oscuro de los días tristes. Ese camino en el pueblo donde ni las flores se atrevían a crecer quizá por temor a repetir alguna de sus incontables historias.
Contaban los ancianos del lugar que un soñador huyendo de los miedos de la dictadura había escogido, como yo, la senda marchita, y se había refugiado en el pantano. Allí no halló, el pobre diablo, más que hierbajos y algún que otro lagarto que echarse a la boca y permaneció escondido durante tres años, siete meses y cincuenta y dos días, esperando, tal vez, la suerte del olvido.
Cuando, aislado del mundo, se convirtió en amo y señor de su propio espacio y tiempo, llegó la mano del orden a recordarle que ni siquiera Cronos pudo librarse de su penitencia. El castigo, baluarte del poder y del miedo, aunque yacía ya olvidado en algún recoveco de su también marchita memoria logró encontrarlo. El viejo, medio loco y con la piel en los huesos escogía piedras sobre las que colocaba hierbajos secos y barro, y presentó a sus futuros asesinos su obra, una especie de pesebre al que él llamaba la cuna de la libertad, como un regalo. En ese mismo instante, e irónicamente con total libertad, lo privaron de su vida. Lo hicieron con la prisa de quien prefiere acatar las normas sin cuestionarlas.
Aún antes de su último suspiro, y en medio del dolor, le dio tiempo, al desgraciado soñador, de explicar que igual que Cristo había nacido en un pesebre como un desconocido por todos y había dejado un legado inmenso a la humanidad, su peculiar obra quedaría como símbolo imborrable de una libertad que estaba naciendo. Tampoco el símbolo sobreviviría a la guillotina despótica de la autoridad más antigua, la de la ignorancia. Una vez muerto el artesano, despedazaron la cuna y metieron los trozos en su boca sin aliento, para que su espíritu vagabundo y el pueblo entero, viera como esa misma libertad, aún no nacida, era lo que no le permitiría hablar en la eternidad del infierno. Con la boca cerrada lo enterraron, una boca repleta de metáforas secas.



Escogí la senda marchita, esa senda cubierta de historias de otros, de enamorados que regalaban a los días secos, besos adolescentes y letanías de amores fugaces, de una paz silenciosa que generaba miedo. Muchos decían que danzaban por ella perros vagabundos con dientes afilados y los ojos de hielo, perros que en sus fauces escondían los pecados de quien alguna vez pasó por la vereda. Se decía que Alonso, el abogado hijo de Narciso, antes agricultor, después peón, el abogado que ya no hablaba con la prole, porque su elitista y abyecto lenguaje y la incapacidad de sus vecinos de entender sus ideas le impedían la comunicación. Alonso, antes Alonsito, que tuvo que esperar diez años para obtener el título porque eligió la carrera pensando en lo que de él se hablaría sin tener ni una pizca de interés en leyes ni juzgados, había sido, una vez, atacado por un perro de la senda. Hasta las esquinas más recónditas del pueblo conocían las andanzas de Alonsito visitando a escondidas la casa de la bella Pilar “la fogosa”. Esperaba a escondidas, bajo la ventana para contemplar como Pilar se desnudaba y proporcionaba placer a sus paisanos por unas cuantas monedas. Pilar, sin embargo, era la fogosa de todos menos de Alonso, que conocía la ley y censuraba a los que de la mañana a la noche rociaban sus ansias en el espectacular cuerpo de la Afrodita del lugar. Una tarde en que Pilar le escuchó criticar su desvergüenza, a voz en grito, en medio del mercado, le cerró las cortinas de la alcoba, después de mirarlo fijamente para que supiera que se lo iba a perder porque ella misma, la desvergonzada meretriz con la que seguro soñaba por las noches, así lo había decidido. Dolido y humillado, Alonso la delató a una policía ya conocedora y frecuentadora activa de los placeres frugales de la carne, que ante la insistencia del abogado y el miedo a la ley, no tuvo más remedio que detenerla. Pilar partió al presidio y Alonso se encontró con unas tardes ociosas y vacías de adrenalina. Cuando en una de ellas, como yo, se dirigió a la senda marchita, regresó herido, atontado y con la vista perdida, hablando de los perros del camino y con ellos. Al lavarle la cara amoratada y bañada en sangre descubrieron que le faltaba un ojo. Uno de hielo ocupó su lugar. Su pecado, más vil que el de “la fogosa”, aparecería cada día en el espejo para recordarle que todos los habitantes del pueblo, a quienes, cual Prometeo, había robado el fuego de Pilar, se alegraban de saber que con los abogados también se hacía justicia.
Elegí la Senda marchita, un remanso de paz para aves migratorias, para espejos de mí mismo, que con el rumbo tatuado en la sien de los años recorrían cada primavera el cansancio y el luto de una mudanza forzosa. La recorrí, como ellas, sin conocer mi destino y aún así me llené del bagaje de sus plumas. Corría la voz de que cada año, su llegada vaticinaba un desastre y no pocos eran los que se acercaban a ellas con el ánimo de un investigador furtivo a indagar en su oráculo las sutiles señales de la tragedia. Aníbal, un fornido y agraciado conquistador venido a menos, después de pasar más de cinco años en el psiquiátrico de la capital, tras repentinos ataques de locura, era el consagrado artífice de esta inusitada extravagancia. Todo comenzó, después de regresar del manicomio, con una mirada nueva y una paz antes desconocida, cuando auguró el doble suicidio. Como a Kassandra, de poco le sirvió correr la voz entre los vivos, los muertos ya tenían reservado un lecho de plumas cenicientas para sus futuros recién llegados.
Aníbal decía que tenía sueños, en los que se le revelaban los misterios de la “lectura de plumas” y cuando las aves llegaban al pueblo, un vínculo extraño y más poderoso que sus obligaciones lo amarraba a su compañía con una fuerza incomprensible para el resto. El propio Aníbal contaba su historia, con sus grandes ojos verdes exaltados y gracia de narrador de teatro griego. Una mañana, muy temprano, decía, cuando sus ojos aún estaban cerrados por el letargo del sueño, sintió que algo en la senda lo llamaba y caminó hacia allí casi sonámbulo y descalzo, sintiendo, como yo, el dolor punzante de ortigas que por derecho de años eran propietarias del terreno. Anduvo Aníbal con ánimo y fe ciegos hasta que en el camino encontró uno de esos pájaros medio muerto, y a su lado un corazón hecho de plumas que, según él sintió y declaró, debía haber sido hecho por el propio pájaro. Aníbal no supo qué pensar, pero cuando el pájaro lo miró a los ojos en su último suspiro, no pudo evitar vomitar sobre las ortigas el frío del susto y desde ese momento supo que su vida estaría ligada a la de estas aves para siempre. Volvió a casa haciéndose preguntas y conjeturando frente a un café caliente sobre lo sucedido. Cuando la tarde comenzaba a ahogarse en el mar de sus propias dudas, cuenta Aníbal, que estando medio dormido, como en trance, un ave se posó en su ventana. La siguió, y llegó hasta la senda. Allí el ave lo guió hasta una cueva oscura en la que yacían restos de comida hacinados en bolsas bien cerradas, flores y una especie de altar hecho con una antigua puerta de madera. En ella habían tallado un corazón, el mismo del que el pájaro vino a advertirle y en su centro habían colocado un papel en el que decía:
Sólo la muerte nos permitirá dejar encendida esta pasión por toda la eternidad
Y a través de ella abriremos una puerta a los que, como nosotros no pueden expresar libremente su amor.
Sin entender nada, se marchó. Esa noche soñó con un ave enorme de plumas púrpura, que lo llevaba hasta la senda y le mostraba los cadáveres abrazados de dos jóvenes en el centro de aquel “pseudoaltar” en la cueva. Eran Carlos y Manuel, que en su sueño parecían descansar para siempre en el centro de un corazón latente. Soñó que ambos abrían los ojos de repente y lo miraban con la desolación con que lo hizo el ave medio muerta que encontró en la senda, y él comenzaba a vomitar plumas de colores que cubrían el cielo. Se despertó de un salto, debían ser las tres de la mañana, y gritando su premonición como antes lo había hecho durante sus accesos de locura, corrió a intentar evitar la tragedia. Nadie lo creyó, lo redujeron, lo sedaron y pensaron en enviarlo de vuelta al psiquiátrico hasta que encontraron los cuerpos de los jóvenes tal y como soñó Aníbal.
Esa misma noche emigraron las aves.
Después del entierro, nadie volvió a hablar de ellos, la vergüenza era más fuerte que la necesidad de expiar el dolor. Aníbal siguió soñando con aves, que cada noche le susurraban mensajes e intentando, a su manera, evitar algunos de sus vaticinios. Con el tiempo incluso hubo quien se atrevió a interesarse por su particular don, y a querer aprenderlo, aunque Carlos y Manuel fueron borrados de la memoria y de las historias del lugar como si no hubieran existido nunca. Sus tumbas, cada año, cuando las aves llegaban al lugar, se llenaban de plumas de vivos colores.
Los habían enterrado a cada extremo del cementerio, con la esperanza de que se olvidaran el uno del otro allá donde estuvieran.
Escogí la senda marchita preguntándome quizá si sería yo también, algún día, protagonista de una de esas antiguas historias. Si caminando entre sus pedregosas y mustias entrañas, podría encontrar mis quince minutos de gloria.
En esa larga senda que en verano era casi un desierto, existía un tramo, conocido como “el recoveco de la sombra”, en el que desde tiempos inmemoriales los habitantes del lugar recordaban haber visto una nube que regalaba sus formas en lo alto del cielo. Era pequeña y negra, de ese color negro que precede a las grandes lluvias y un regalo para la imaginación relatando a los curiosos una historia diferente desde su eterna y vigilante intimidad en las alturas.
Antes, mucho antes de que existieran los partes meteorológicos, cuando las viejas predecían el tiempo a través de señales heredadas, cuando las altas montañas con sombrero eran símbolos claros de una lluvia torrencial y el rosado del cielo auguraba un calor sofocante, nadie nunca se preguntó por qué algo que había estado siempre allí, estaba precisamente en ese lugar, hasta que llegó la sequía y a Teodosio se le ocurrió mover la nube para regar sus cultivos. Pensaba Teodosio en la utilidad de las cosas y discernía, con lógica de silogismo, que la posición de la nube en lo alto de la senda era inútil, que esa nube milenaria, debía ser trasladada donde tuviese una verdadera utilidad, y que ya que cohabitaba, como uno más en el pueblo, debía también trabajar como el resto de los mortales, aunque ella pareciese ser inmortal. Teodosio no fue el único. Con esa lógica aplastante, que lo caracterizaba, convenció a otros agricultores, que desesperados, comenzaron a inventar métodos para desplazar a la que posteriormente se conoció como “la estatua en el cielo”.
Teodosio quiso inventar un aparato que llegara al cielo y que con unos ventiladores, en forma de hélice expulsaran tanto aire como el viento que desplaza a las nubes en otros lugares, pero su volatore llamado así después de encontrar un diccionario de italiano y considerar que un nombre extranjero daría más credibilidad a su sueño, resultó ser como las alas de Ícaro, aunque tuvo más suerte Teodosio, que acabó tan sólo con tres dientes , tres costillas y una pierna rotas y la firme intención de seguirlo intentando, ahora desde tierra firme. Fernando, un agricultor de pocas luces, inventó un instrumento, al que llamó il pescatore, influido obviamente por su amigo Teodosio, que consistía en una larguísima caña de pescar, para cuya construcción empleó meses, y un largo hilo con un anzuelo, con el que quería darle caza a la nube y tirar de ella hasta los áridos campos, con el camión de helados de su cómplice Bernardo. Muchos fueron los inventos e inventores mientras la nube, parecía sonreír en su eterna vigilia porque ahora más que nunca se sentía acompañada. Los vientos, incapaces de mover a la altanera sombra negra sí llevaron, sin embargo, el rumor hasta otros pueblos vecinos. Probablemente llevado por la curiosidad apareció en el pueblo un experto extranjero: Martin Mac Douglas, al que acabaron llamando el Madugla. Cuando llegó al lugar, chapurreaba español como podía y llevaba un pequeño diccionario que parecía su brazo derecho. No sabía el hombre que el lenguaje de este pueblo rural iba más allá de la fonética, la gramática, la morfosintáxis, los estudios léxicos y los lingüistas y que un diccionario no le iba a servir de mucho cuando tuviera que enfrentarse a su casera doña Epifania.
El recién llegado fue aclamado y bienvenido al lugar como lo hubiese sido el mismísimo Salvador. Sólo Teodosio, aturdido por tanta expectación no lograba encajar bien la llegada del que viniera a robarle "su idea". El pueblo entero se ofendió mucho cuando se enteró de que el extranjero no había venido a salvarlos de la sed y el hambre ,de largos meses ya, que seguía provocando la falta de agua, sino a estudiar un fenómeno meteorológico, palabra que ellos eran casi incapaces de pronunciar, cuanto menos de entender. El meteorólogo partió después de pasarse cuatro meses en el pueblo tumbado en la senda observando la nube y sus colores y escribiendo símbolos y palabras en su libretita roja. Al tercer mes, cuando ya era capaz de comprender a algunos de sus vecinos y las historias que se contaban sobre la senda, se preguntó, como yo, si formaría algún día parte de su historia. El día en que se fue, llovió, y todos creyeron que “el extranjero “mentorólogo ése o como se diga”, que era el mote habitual que le daban aquellos que no lo habían tratado en profundidad, les había regalado las lluvias (a pesar, claro está, de que con tanto estudio había sido incapaz de mover la nube) y se había ido como lo hacen las personas humildes, sin pretensiones. Le hicieron una estatua en el centro del pueblo que decía. A Madugla. Por la lluvia. Sólo Teodosio, al ver el monumento en honor a su ladrón de sueños, añadió que tenía que haberse ido antes y no esperar a que la sequía les arruinase el vino.
Elegí la senda marchita buscando tal vez una parte de mí, esa parte que creía compartir con todos, esas historias que nacían del aire y que él mismo llevaba a los labios de ancianos hastiados de contarlas una y otra vez. La caminé despacio y escuché los miedos de los que alguna vez vinieron y decidí que mi historia también sería de todos, también formaría parte de ese paisaje de cuentos que haría que la Senda Marchita jamás se marchitase. Me imaginé mi propia historia parida como un dolor expiado, llenando las mentes del resto de esa identidad propia que nos había dado la senda y entonces, llegué al árbol. El árbol, centenario, “el árbol brujo”, que curó a la pálida y frágil Doña Aurora, cuando apareció hablando sola y dando tumbos en la plaza después de que el pueblo entero la buscara durante casi un mes. Entonces entendí que nuestras vidas estaban unidas por ese árbol milenario. Yo buscaba en la senda un sentido para mi vida y ella la muerte.
Doña Aurora apareció deshidratada y emitiendo un olor extraño que no se iba con nada. La bañaron con romero, con pétalos de rosa, probaron extraños perfumes de jazmín, de hierba buena, y el olor volvía a aparecer. No es que fuera desagradable, es que era tan fuerte que todos los demás olores eran imperceptibles. Casi era difícil percatarse de los sabores de las cosas y hasta las piedras del pueblo estaban impregnadas de ese peculiar aroma que era imposible borrar. Era un olor nuevo y único, tan diferente que no se sabía si era malo o bueno.
Aurora, siempre había vivido sola, no se sabía nada de su vida, era un ser humano sin pasado y sin ninguna historia que le perteneciera, pero desde el día de su regreso las vidas del pueblo entero se vieron impregnadas de su esencia. Aurora, la ausente, la ignorada, la invisible, se convirtió en omnipresente.
Su olor, era como una plaga, y como tal se la trató: debía de ser eliminada.
Se llamó a brujos, a un famoso creador de perfumes del pueblo de al lado (que tuvo que escapar del pueblo por miedo a perder su olfato estando bajo el influjo del constante aroma), metieron a Aurora en la nevera del pescado y el pescado acabó perdiendo su propio olor. Nada conseguía, ni tan siquiera suavizarlo.
Un día Aurora habló. Confesó que se había despertado una mañana con ganas de huir, que su vida le recordaba a la camisa envenenada con la que Deyanira, sin querer, mató a Hércules, la camisa con la que quiso asegurar su fidelidad y por la que lo perdió todo. Y que ella se había convertido en el propio Hércules, sin más salida que lanzarse al fuego de la muerte, sólo que ella no había sido jamás una heroína. La senda, como a mí le hizo olvidar el motivo de su visita y rellenó su cabeza de tantas historias antiguas que casi se alimentó exclusivamente de ellas durante ese mes. Le devolvió su existencia, su presente e incluso le otorgó un escaso e intenso pasado, gracias a ese olor que se convirtió en su identidad. Sólo existimos para quien nos conoce, para quien nos piensa, y Aurora antes de su visita a la senda, por tanto, no existía. A los cuatro meses y catorce días murió. Su olor desapareció con ella, pero los que vivieron esos días aún guardan un poco de su aroma en la memoria y sólo ellos pueden recordarla, porque ella era olor, ese olor indescriptible.
Escogí la senda marchita, como quien busca un sueño revelador de un futuro que ansía construir, indagué en sus historias buscándome a mi mismo, escudriñé sus perfectos pasadizos y busqué en las sombras los restos de una nueva historia. Escogí a sus lagartos y a sus presas, a los ojos de sus piedras y habité en su vientre como un espectro más dentro de su genialidad. Me acogió y me marchitó, con la calma con que lo hacen las viudas negras y fui testigo de su magia, de su tristeza, de su agonía perpetua, entonces ví el pesebre en los picos de grandes aves migratorias, a Teseo llevando una hermosa mujer de vuelta a la humanidad, una nube en forma de corazón que llovía plumas de colores, a perros de ojos de hielo hablando con los lagartos, vi a abogados quemando su prestigio en una hoguera de olores e inventores alados que me saludaban tras ortigas gigantescas. Y lo comprendí, supe en ese momento que quien pasaba por la senda se convertía en un fragmento de ella, y que fueron esos pedacitos de vida, o de imaginación de todos los que la recorrieron, los responsables de su existencia y no viceversa.

martes, 11 de abril de 2006

2006

Caminas sobre mi lengua,
sobre mis párpados
que te velan y te sonríen cuando ni siquiera miras.
Te posas tranquilamente en mis palabras
y, a veces, las muerdes y las molestas.
Escupes en mis sueños, sin saber, sin querer...
Te alejas cuando me acerco a mí misma, o tal vez te aleje yo,
pero de alguna forma, sigues aquí.
Conozco al dolor, viene a veces a visitarme y me habla...
A veces finjo no estar, hasta que me canso de escuchar sus pasos en la escalera y le abro, lo invito a café y nos ahogamos juntos en un mar de lágrimas,... saladas como la tierra que añoro.
Canto, con la voz gastada que me prestó el demonio la primera noche de un año cualquiera, y me escuchan ...y me emborrachan las ganas de beberme el tiempo que vendrá y el miedo a no saber qué parte de la historia recordaré y qué delirio incongruente y olvidado vomitaré hasta dormirme.
Por ahora espero, trazo un plano de la vida y pinto un tesoro por descubrir, donde escondo lo que queda de mi infancia....
Ella no viene a visitarme, no quiere volver, y a veces no entiendo por qué quiero que vuelva...quizá para entender...
Lo que sé es que la echo de menos y la llamo desde el balcón cuando viene la nostalgia a atiborrarse de mis lágrimas, pero.... no viene...ya no viene más
y entonces pienso que a la niña que fui quizá no le guste el adulto que soy,
que no tengo nada que ver con sus sueños...con el poncho de peluca, el cepillo de micrófono y los calcetines de tetas...y aquel espejo redondo inventando futuras estheres, cuando todavía soñaba en lo que podría ser...
Quizá mi infancia se esconda de esta adulta en la que me he convertido, pero yo la busco y cuento hasta cien, por si tiene ganas de jugar al escondite inglés...
Cuando más la odio pienso que se esconde porque es una morosa, y aún, después de tantos años, me debe la inocencia que no le regalé...
Pero quiero que vuelva...y no sé cómo... sólo para que el dolor me perdone y no venga más a tomar café, y comprenda que aún soy pequeña, inerme, como un testigo inútil que no sabe nada de la culpa...
Al menos estás tú en éste, ahora futuro, tú que no sabes nada de mi infancia, haciéndome de memoria, confabulando con la vergüenza sobre mi próximo pecado...y yo me dejo arrastrar hacia la orilla, porque me temo que el mar de lágrimas saladas tampoco quiere rastrojos del infierno en sus entrañas.